Desde niño me gustan mucho los cartones políticos; entonces era muy divertido ver una representación tan cómica y a la vez tan precisa de las personas. Después, al interesarme en temas de administración pública, también fue muy divertido analizar el ingenio de que se vale la caricatura para criticar, denunciar y mover a la reflexión respecto de la actuación del Estado. Hoy día reviso constantemente los cartones de periódicos, revistas y sitios de noticias, pues creo que tienen una capacidad informativa semejante a la labor periodística convencional; en sociedades como la mexicana contemporánea, aventuraría incluso que la caricatura puede tener más eco que otras formas de comunicación, dado el escaso interés por la lectura que en promedio caracteriza al país desde hace años.
En fin, que uno de mis moneros preferidos es José Hernández, quien actualmente ilustra la última página de la revista Proceso (por esa insigne página pasaron caricaturistas de la talla de Trino, Jis, y el fallecido Roberto El Negro Fontanarrosa). Pensar en esta revista me lleva a recordar su portada de la semana pasada, que muestra dos documentos a nombre de Juan Camilo Mouriño exhibiendo cada uno dos nacionalidades distintas. Desde su nombramiento como titular de Gobernación se han ventilado en diversos medios – y con diversas tendencias y sesgos – las dudas acerca de su nacionalidad mexicana debido a su ascendencia. Pero se ha mencionado con mucho menor empeño que en 1996 Mouriño ingresó al país procedente de Estados Unidos con un pasaporte español expedido por el Consulado de España en Miami, lo cual implicaría la automática pérdida de la nacionalidad mexicana que protestó en 1989 (hecho documentado por el periódico El Sur de Campeche). A las preguntas y protestas acerca de la legitimidad del gobierno de Felipe Calderón – quien busca con Mouriño consolidar el respaldo de su gabinete y de los sectores de peso hacia su mandato, luego de la accidentada e irrelevante gestión de Francisco Ramírez Acuña –, se sumará ahora la inestabilidad generada por la posibilidad de que Juan Camilo Mouriño incurra en el delito de uso indebido del servicio público, al no reunir los requisitos legales ni para ocupar la SEGOB, ni para haber sido diputado federal (en la LVIII Legislatura) ni diputado local en el Congreso de Campeche, cargos que en efecto desempeñó. Y el gobierno federal sigue ocultando con descaro sus talones de Aquiles, ahora al restarle importancia a la alarmante situación de nombrar a un extranjero para un cargo público en el gabinete de Calderón.
Hay dos agravantes; una es que Mouriño, como buen neoliberal, ha revelado ser un extremista intolerante y cerrado al diálogo con algunos sectores sociales, en particular con los opositores, luego de declarar que el EPR “merece la condena unánime” y que no habrá diálogo con este y otros grupos inconformes. Esta situación es grave considerando que Ramírez Acuña, tan intolerante como él, carecía no obstante de la habilidad del español para infiltrarse en las más altas esferas de la elite empresarial y económica de México, lo cual apunta a una gestión ya no influenciada, sino abiertamente dirigida desde estos sectores en detrimento del diálogo y contra la expresión de los grupos sociales (obligación inherente al cargo del secretario de Gobernación), a favor de la oscurantista ignominia que los poderosos pretenden ejercer. La otra es que se está llevando a cabo una vergonzosa maniobra mediática para pulir, y por desgracia trivializar la imagen de Mouriño como funcionario público; el secretario apareció en la portada de la revista Quién, con un titular harto denigrante y que no vale la pena mencionar. En este y otros intentos se busca dar a Camilo Mouriño una imagen de figura de sociedad y estrella televisiva que no podría ser más insultante al alto cargo público que desempeña; aunque tampoco es de extrañar, siendo heredero de un imperio económico gasolinero en el sur del país y habiendo recibido su formación profesional en una escuela de economía de los Estados Unidos. Un ministro inexperto, marcado por sospechas de ser un mentiroso y que muestra así estar diametralmente alejado de la representación pública que obliga a un Secretario de Gobernación.
Afortunadamente, tenemos en la caricatura una poderosa arma de denuncia, que además es un buen remedio para liberar el desconcierto y la indignación causados por este personaje. Hoy quiero dejar aquí el vínculo a la caricatura de esta semana en el website de José Hernández, uno de nuestros moneros contemporáneos dedicados con más fervor a mostrar en la sátira un instrumento de reflexión para la sociedad mexicana. Personalmente me mantengo en una posición algo más mesurada que la de Hernández y sus colegas; sin embargo creo firmemente en la libertad de expresión y en la obligación ciudadana de mantenernos tolerantes y abiertos al diálogo y confrontación de ideas. Por ello, les dejo las delicias de un Mouriño caricaturesco, debatiéndose en sus aires de estrella de cine y seduciendo a las petroleras internacionales, “privatizando PEMEX y nacionalizando a mamá” y enrolándose en otras varias y divertidas escenas.
Y ya que he tocado aquí los nuevos disparates de un nuevo derechista reaccionario en el gobierno federal, aprovecho para tratar de sembrar una reflexión en la opinión pública: ¿será que nadie ha visto las portadas de esas revistas que hemos citado? ¿Nadie habrá notado la intolerancia del español Mouriño? ¿Y toda la clase trabajadora de México pasó por alto o no escuchó los reportajes en diarios y noticieros sobre las incongruencias del secretario de Gobernación? Vamos, ¿por qué no escucho quejas? Seguramente sí las vieron; y seguramente las han ignorado bajo las premisas de la incapacidad ciudadana por protestar y la degeneración política que impide la posibilidad de cambio. En la pasada campaña presidencial tuvimos el intento de Jorge Castañeda por lanzar una candidatura independiente, que no prosperó porque si bien se contempla esta garantía en la Constitución, no contamos con un marco legal electoral que previera esta circunstancia. Y la ciudadanía no pareció verse interesada en la práctica anulación de una garantía constitucional aún pese a la atención que de todas partes atrajo la elección del 2 de julio de 2006. Hoy volvemos a estar aletargados por la televisión amañada y parcial, por la influencia de grupos como la iglesia católica y la elite empresarial, por nuestras carencias informativas, educativas y culturales; en este estado de cosas, ¿podremos emitir una exigencia, válida completamente, de sensatez y congruencia del gobierno federal y sus funcionarios? ¿Será que encontremos camino para ejercer presión, esta vez de la sociedad, única legítima sobre un gobierno, para que Calderón y Mouriño se dejen de estratagemas de ocultamiento de información, uno de su cargo y el otro de su pasado? ¿Será que podamos construir un espacio crítico y reactivo – que no reaccionario – a las acciones del poder público?
Porque francamente, no tenemos otra opción; si no la tomamos ya, mantendremos nuestra actual y lamentable situación. Nosotros, ciudadanos, hemos permitido que a nuestra ciudadanía, a la identidad nacional, a la cultura, al desarrollo, las conviertan estos panistas ultra conservadores, ultra convenencieros y ultra estúpidos, en una vil caricatura. El IFE ha perdido toda su credibilidad, la Suprema Corte ha prostituido la justicia y la imparcialidad ante Mario Marín el Gober precioso, y el país está militarizado con el infantil pretexto de la lucha contra el crimen organizado. México se ha vuelto, como en las hilarantes tiras de José Hernández, protagonista recurrente de una caricatura de farsas lastimeras. Y por desgracia para los mexicanos de las clases fregadas, nuestra propia caricatura no nos inspira mucho más que risa. El dibujante de un cartón debe hacer gala de inteligencia en la sátira; los autores de nuestra caricaturizada decadencia han demostrado no tener ninguna (baste recordar las brutales incoherencias del sexenio foxista). Y peor aún es que el cuerpo social carezca de inteligencia para descubrirse manipulado, o para ser testigo de ello y mantenerse en silencio, en espera de la próxima edición de su farsa miserable.