domingo, 23 de mayo de 2010

El reto de la educación, premisa en la lucha contra el crimen

Viernes 21 de mayo de 2010


Este artículo está motivado especialmente por la terrible y lamentable psicosis y la angustia que imperan en la sociedad civil debido a la brutalidad del crimen organizado, el narcotráfico y la corrupción de políticos y cuerpos judiciales. Igual que los lectores, convivo a diario con esta realidad a través de rumores de calle, versiones de “fuentes confiables”, los actos mismos que suceden en nuestra ciudad y muchos otros datos que veo y escucho entre mis amigos y conocidos; y en medio de ese miedo a quedar expuestos, a ser víctimas circunstanciales, escribo aquí la consigna que he repetido en esas charlas: No tengas miedo. Recuerda esto: el triunfo final y más grande del terrorismo criminal es infundir temor en la ciudadanía, porque ese es su medio para doblegarla. Ningún poder armado es invencible; Pablo Escobar Gaviria dispuso de un multimillonario aparato de represión criminal en Colombia, del cual sólo quedaron su cadáver abatido en Medellín y bodegas llenas de ostentosa basura, decomisada por el Estado y cubierta de polvo tras casi veinte años de arrumbamiento.

Hoy en el reportaje del noticiero nocturno, cuatro ex mandatarios hispanoamericanos opinan sobre el combate a la pobreza en los países de Latinoamérica; todos coinciden en que los sistemas económicos deben ser capaces de generar riqueza y de redistribuirla para equilibrar el nivel de vida y fomentar el bienestar, así como en resaltar la importancia de la inversión educativa y la transparencia de los grandes agentes económicos en el logro de dichas tareas. Es necesario señalar que el recrudecimiento de la violencia en México está directamente relacionado con el aumento de la pobreza; por citar un ejemplo, desde hace años adolescentes tarahumaras son reclutados por el narco como sicarios y distribuidores en el norte y occidente del país – situación común en todo México –. En las calles la mafia tiene abundante mano de obra barata y disponible, suministrada por una sociedad con altos índices de desempleo, una profunda marginación social y bajos niveles de escolaridad aunados a la pobre calidad de la educación.

En las últimas dos décadas México ha elevado sustancialmente el presupuesto para educación hasta ser uno de los más altos de América Latina, pero sin resultados en desarrollo económico. Por el contrario, la mitad de la población se encuentra en diversos grados de pobreza, los sectores productivos aún no se han articulado y las reformas estructurales para integrarlos están virtualmente desechadas por el Congreso. Una de estas reformas es la del sector educativo; ¿cabe preguntarse por qué hay desigualdad y miseria en un país donde el ministro de Educación carece de maniobrabilidad ante el corrupto dominio del SNTE? Recientemente se decretó la extinción de la Compañía de Luz y Fuerza, acción que disolvió un ineficiente sistema de corrupción paraestatal; una reforma que termine con los privilegios sindicales, la venta de plazas y la falta de transparencia en el sector educativo mexicano representa un costo político mayor que el de la disolución del SME, pero debe hacerse. No estoy condenando el sindicalismo, sino que recalco la necesidad de desechar el prejuicio de la “herencia revolucionaria” del que durante casi un siglo se han valido políticos oportunistas para defender estructuras caducas como el SNTE, que a cambio de mantener sistemas de prebendas han causado un daño irreparable para las generaciones actuales, y amenazan con perpetuar para las venideras el círculo de pobreza y exclusión del desarrollo.

El costo social de no acabar ya con estos esquemas de ineficiencia institucional, por otro lado, es bastante actual; en 1990 la Asamblea General de la ONU firmó la Convención sobre los Derechos del Niño, cuyo propósito fue consagrar la protección de la infancia por parte de la sociedad y de los estados nacionales. Aquí en México, los sicarios de hoy son los niños de ese entonces, y deben servirnos para no ignorar el escandaloso fracaso de las políticas de desarrollo durante esos años. Desde entonces hasta ahora, los mexicanos liberalizamos el comercio exterior, consolidamos la autonomía del Banco Central, abrimos el sector financiero y logramos la alternancia electoral, pero hemos fallado en revertir la desigualdad social, nuestras finanzas públicas todavía dependen fuertemente del petróleo y no hemos progresado significativamente en mejorar la educación. Ante los mexicanos que vienen detrás de nosotros, somos moralmente responsables de reconocer que el baño de sangre que nos preocupa es culpa de nuestras negligencias en ese pasado reciente; pero para detonar los cambios que rompen el círculo debemos ser conscientes de que las instituciones (públicas y sociales) han propiciado la situación actual y por ello son las instituciones las que pueden y están llamadas a revertirla.

Aumentar los niveles de escolaridad es sólo una parte de la tarea; hay que mejorar la cobertura y especialmente la calidad de programas y docentes, revisando la eficiencia de los presupuestos ejercidos en el ramo. La OCDE recién publicó un estudio que señala la relación entre deserción escolar y criminalidad en Latinoamérica, especialmente en el nivel bachillerato; mantener a un joven más en la escuela es hoy, ya no un desempleado menos, sino un delincuente que se resta de las filas del narco. Hace unos días leí una entrevista a Sebastián Marroquín, hijo del extinto capo colombiano Pablo Escobar Gaviria; me causaron una particular impresión las sencillas palabras de Marroquín, cuestionado sobre la solución al narcotráfico: “Para mí hay que erradicar el consumo. Sin consumo no hay tráfico. Claro que sin tráfico, tampoco habría otro negocio: la venta de armas. (…) Los gobiernos tienen obligación de educar. Este es un problema de educación y de salud pública, y estamos llevando misiles donde debería haber médicos y educadores, para erradicar el consumo”. Y a pregunta expresa del periodista argentino Daniel Sendós sobre si serviría la legalización del consumo: “No lo sé. Mi única certeza es que ya perdimos la cuenta de organizaciones desbaratadas y capos muertos, pero el tráfico sigue creciendo exponencialmente. Y tengo otra certeza: la droga y la supuesta lucha contra la droga dejan muchos huérfanos, y muchas viudas”.
Los comentarios de este hombre, cuyo padre figuró en la lista de Forbes (como ahora Joaquín Guzmán Loera), dejan poco que abundar en la materia. La alternativa contra la violencia criminal no puede ser simplemente responder con violencia de estado, de igual manera que la pena de muerte no es más que la perpetuación del homicidio en nombre de un cuestionable bienestar común. Para revertir el rumbo decadente del país no podemos seguir haciendo lo mismo, se requiere proponer otras alternativas; sacar la agenda política pendiente es un paso obligado para formular una lucha efectiva contra la pobreza. Yo soy partidario de debatir públicamente los tabúes de la sociedad mexicana como la legalización del consumo de drogas; pero la opinión de Sebastián Marroquín va mucho más allá, hasta la raíz misma del problema. Abrir la puerta a otras formas de diálogo, de convivencia y de atención a las problemáticas sociales depende en última instancia de la ciudadanía, y pugnar por ello a través de las instituciones implica una renovación de objetivos, un intento de cohesionarnos como sociedad, que definitivamente vale la pena en el contexto del bicentenario.

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