Hace unos días leí el ofrecimiento que Louise Arbour, Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas, hizo a Lydia Cacho de recibir apoyo de la ONU para salir del país y solicitar asilo político, luego de considerar que las garantías individuales de la periodista mexicana pudieran ser vulneradas nuevamente; esto luego de que la Suprema Corte de Justicia determinó en noviembre de 2007 que las grabaciones telefónicas de Mario Marín y Kamel Nacif no constituyen pruebas de violación grave de sus garantías, anulando la posibilidad de llevar a juicio político al Gober Precioso. En el blog de Lydia Cacho, la nota más reciente refiere su encuentro con Arbour así como ofertas similares de otros países. En el texto la Cacho afirma categóricamente su intención de quedarse en el país y mantener la cruzada cívica en que ha erigido su investigación; este particular me recuerda parte de una vieja charla con un amigo.
En aquella oportunidad alguien había lanzado la pregunta “¿Quién dirías que es el mejor periodista de México?”; mi amigo respondió: “Hay varios; la mejor es Carmen Aristegui; luego Carmen Aristegui; y también me gusta Carmen Aristegui; nadie más”. Yo afirmé que el mejor de cuyo trabajo tenía constancia era Julio Scherer. El criterio que ambos usamos fue la imparcialidad y el profesionalismo. Y habiendo presenciado la evolución del caso de Lydia Cacho, quiero recordar en este post a quien considero (bajo ese mismo criterio) el mejor periodista mexicano que ha ejercido la profesión.
El 27 de noviembre de 1997, Jesús Blancornelas fue objeto de un atentado con armas largas, en el que murió su guardaespaldas Luís Lauro Valero y él quedó gravemente herido, pero no muerto. Don Jesús era fundador y entonces codirector del semanario Zeta de Tijuana, que se había dedicado a denunciar las actividades del cártel de los Arellano Félix; su trabajo era una temeraria labor de denuncia con nombres y apellidos de los implicados, sin que le importara cuán grande pudiera ser la represalia. Con redoblada seguridad, Blancornelas siguió recibiendo amenazas de muerte en los siguientes años (después de 3 meses de convalecencia regresó a su incisiva labor periodística con la misma convicción de siempre), y sobrevivió hasta el 24 de noviembre de 2006, cuando murió víctima de una afección pulmonar crónica; esta afección lo había retirado en abril de la dirección de Zeta. Son conocidas las amenazas, atentados y ataques que sufrió el semanario desde su nacimiento, las cuales incluyeron además el homicidio en 1988 de Héctor Félix Miranda, socio de Blancornelas, presuntamente muerto por órdenes de Jorge Hank Rohn.
La labor periodística en México ha sido continuamente vulnerada en el pasado reciente, y el momento histórico parece exigirle al sistema político (en pos de su propia supervivencia) la supresión de los medios de denuncia ciudadana y aún de información. Recientemente Carmen Aristegui salió del noticiero Hoy por hoy, de W Radio; el motivo fue una “incompatibilidad editorial” debida a cambios en la empresa. Es curioso; fue ella a quien Felipe Calderón declaró su famoso “haiga sido como haiga sido, yo gané”. También fue ella quien reveló el escándalo de las llamadas entre Mario Marín y Kamel Nacif. De otra parte, el plano informativo parece haber quedado dominado por el duopolio televisivo, que no ha tenido empacho en mostrar su favoritismo a la oligarquía económica nacional al tiempo que desacredita la expresión opositora. Y la investigación que condujo Lydia Cacho sobre las redes de pederastia finalmente mereció el descrédito de la Corte, señal alarmante de dos cosas: primero, que la labor periodística legítima está siendo presionada a doblegarse y quedar a modo del régimen, y segundo, que las instituciones que conservaban aún credibilidad y respeto de la opinión pública ahora están capturadas por los intereses de la derecha. Esta situación, si atendemos a la experiencia histórica, es más grave de lo que suena: instituciones públicas vulneradas, oleadas de violencia y una militarización del territorio nacional, ataques y denostación a periodistas que disienten del régimen, podrían estar marcando el inicio de un mandato abiertamente autoritario y represor de los derechos civiles como los que Latinoamérica experimentó en el siglo XX. Estos periodos estuvieron marcados por sangrientas represalias contra la libertad de expresión, desaparición de activistas, disolución de garantías y encarcelamiento injustificado. Y desde luego, también por la aparición de guerrillas y grupos paramilitares en respuesta a los excesos del Estado autoritario, los cuales no tienen justificación en sus movimientos terroristas y reaccionarios, aunque son un producto de la sociedad amordazada.
Las guerrillas pueden y suelen degenerar con el tiempo, convirtiéndose en grupos de interés per se, y en ese momento se vuelven nocivas. En última instancia, toda revolución llevada a punta de pistola no ha hecho, desde el inicio de los tiempos, más que cambiar la titularidad de los estados opresivos; la desigualdad social que argumentaban los bolcheviques para levantarse en armas fue un móvil legítimo, pero la revuelta únicamente trasladó a sus manos el régimen coercitivo al fin de la Revolución Rusa.
Hace poco me preguntaron por qué motivo iría a la guerra; siendo poco convencional, respondí una tontería en la que creo absolutamente: “por conservar la libertad de echarme a la sombra de un árbol, a ver cómo atardece”. La ambición de los poderosos por someter las vidas y voluntades de los pueblos es, a mi parecer como liberal, una declaración de guerra. En más de un sentido ya vivimos en estado de sitio, entre la inseguridad, el narcotráfico, las ejecuciones, la corrupción y el fraude, y la ciudadanía parece estarse acostumbrando a vivir amedrentada. Soy partidario de las revoluciones culturales como único medio efectivo de transformación social; pero también soy por definición enemigo del yugo y la sumisión. ¿Qué pasaría si el temeroso eleva la voz sin temer las consecuencias? En este contexto de denunciantes silenciados, de ejércitos infiltrados, de repliegue hasta de la misma policía ¿Quién querrá quedarse en el frente de batalla? Don Jesús Blancornelas se quedó (y por cierto, no pudieron con él); Lydia está decidiendo quedarse. Y nosotros, lector: ¿nos quedamos?
Lydia Cacho:
http://www.lydiacacho.net/
En aquella oportunidad alguien había lanzado la pregunta “¿Quién dirías que es el mejor periodista de México?”; mi amigo respondió: “Hay varios; la mejor es Carmen Aristegui; luego Carmen Aristegui; y también me gusta Carmen Aristegui; nadie más”. Yo afirmé que el mejor de cuyo trabajo tenía constancia era Julio Scherer. El criterio que ambos usamos fue la imparcialidad y el profesionalismo. Y habiendo presenciado la evolución del caso de Lydia Cacho, quiero recordar en este post a quien considero (bajo ese mismo criterio) el mejor periodista mexicano que ha ejercido la profesión.
El 27 de noviembre de 1997, Jesús Blancornelas fue objeto de un atentado con armas largas, en el que murió su guardaespaldas Luís Lauro Valero y él quedó gravemente herido, pero no muerto. Don Jesús era fundador y entonces codirector del semanario Zeta de Tijuana, que se había dedicado a denunciar las actividades del cártel de los Arellano Félix; su trabajo era una temeraria labor de denuncia con nombres y apellidos de los implicados, sin que le importara cuán grande pudiera ser la represalia. Con redoblada seguridad, Blancornelas siguió recibiendo amenazas de muerte en los siguientes años (después de 3 meses de convalecencia regresó a su incisiva labor periodística con la misma convicción de siempre), y sobrevivió hasta el 24 de noviembre de 2006, cuando murió víctima de una afección pulmonar crónica; esta afección lo había retirado en abril de la dirección de Zeta. Son conocidas las amenazas, atentados y ataques que sufrió el semanario desde su nacimiento, las cuales incluyeron además el homicidio en 1988 de Héctor Félix Miranda, socio de Blancornelas, presuntamente muerto por órdenes de Jorge Hank Rohn.
La labor periodística en México ha sido continuamente vulnerada en el pasado reciente, y el momento histórico parece exigirle al sistema político (en pos de su propia supervivencia) la supresión de los medios de denuncia ciudadana y aún de información. Recientemente Carmen Aristegui salió del noticiero Hoy por hoy, de W Radio; el motivo fue una “incompatibilidad editorial” debida a cambios en la empresa. Es curioso; fue ella a quien Felipe Calderón declaró su famoso “haiga sido como haiga sido, yo gané”. También fue ella quien reveló el escándalo de las llamadas entre Mario Marín y Kamel Nacif. De otra parte, el plano informativo parece haber quedado dominado por el duopolio televisivo, que no ha tenido empacho en mostrar su favoritismo a la oligarquía económica nacional al tiempo que desacredita la expresión opositora. Y la investigación que condujo Lydia Cacho sobre las redes de pederastia finalmente mereció el descrédito de la Corte, señal alarmante de dos cosas: primero, que la labor periodística legítima está siendo presionada a doblegarse y quedar a modo del régimen, y segundo, que las instituciones que conservaban aún credibilidad y respeto de la opinión pública ahora están capturadas por los intereses de la derecha. Esta situación, si atendemos a la experiencia histórica, es más grave de lo que suena: instituciones públicas vulneradas, oleadas de violencia y una militarización del territorio nacional, ataques y denostación a periodistas que disienten del régimen, podrían estar marcando el inicio de un mandato abiertamente autoritario y represor de los derechos civiles como los que Latinoamérica experimentó en el siglo XX. Estos periodos estuvieron marcados por sangrientas represalias contra la libertad de expresión, desaparición de activistas, disolución de garantías y encarcelamiento injustificado. Y desde luego, también por la aparición de guerrillas y grupos paramilitares en respuesta a los excesos del Estado autoritario, los cuales no tienen justificación en sus movimientos terroristas y reaccionarios, aunque son un producto de la sociedad amordazada.
Las guerrillas pueden y suelen degenerar con el tiempo, convirtiéndose en grupos de interés per se, y en ese momento se vuelven nocivas. En última instancia, toda revolución llevada a punta de pistola no ha hecho, desde el inicio de los tiempos, más que cambiar la titularidad de los estados opresivos; la desigualdad social que argumentaban los bolcheviques para levantarse en armas fue un móvil legítimo, pero la revuelta únicamente trasladó a sus manos el régimen coercitivo al fin de la Revolución Rusa.
Hace poco me preguntaron por qué motivo iría a la guerra; siendo poco convencional, respondí una tontería en la que creo absolutamente: “por conservar la libertad de echarme a la sombra de un árbol, a ver cómo atardece”. La ambición de los poderosos por someter las vidas y voluntades de los pueblos es, a mi parecer como liberal, una declaración de guerra. En más de un sentido ya vivimos en estado de sitio, entre la inseguridad, el narcotráfico, las ejecuciones, la corrupción y el fraude, y la ciudadanía parece estarse acostumbrando a vivir amedrentada. Soy partidario de las revoluciones culturales como único medio efectivo de transformación social; pero también soy por definición enemigo del yugo y la sumisión. ¿Qué pasaría si el temeroso eleva la voz sin temer las consecuencias? En este contexto de denunciantes silenciados, de ejércitos infiltrados, de repliegue hasta de la misma policía ¿Quién querrá quedarse en el frente de batalla? Don Jesús Blancornelas se quedó (y por cierto, no pudieron con él); Lydia está decidiendo quedarse. Y nosotros, lector: ¿nos quedamos?
Lydia Cacho:
http://www.lydiacacho.net/